La Samaritana, el ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro

En estos tres diálogos, la Iglesia ha visto siempre tres situaciones de todo cristiano, en cuanto que el Bautismo es una conversión: el diálogo de la Samaritana, es iluminación: a veces no se trata de cambiar nada, sino de ver más claro: el ciego del nacimiento. Y el Bautismo es regeneración, paso de muerte a vida, como en el caso de Lázaro. Un nuevo comienzo. A veces necesitamos eso: empezar de nuevo. Estos tres diálogos son profundamente cuaresmales y profundamente bautismales. Y nos pueden animar en nuestro trabajo del retiro.

Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan -aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos-, abandonó Judea y volvió a Galilea. Tenía que pasar por Samaría.

Llega, pues, a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber.» Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.)

Es típico de Jesús, establecer un diálogo indirectamente. Se ha sentado en el pozo como si nada. Como si no estuviera. En muchas de estas situaciones, los discípulos ni se enteran. Se enteran a tiro pasado. La mujer le pregunta de política. Judíos y samaritanos.

10 Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.»

Ya se acerca un poco más: no quiero hablar ni del agua, ni de los samaritanos.

11 Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo;  ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? 12 ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» 13 Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; 14 pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna.»

Ahora el tema son los metros del pozo. Pero Jesús quiere hablar de ella.

15 Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla.» 16 Él le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá.» 17 Respondió la mujer: «No tengo marido.» Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, 18 porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad.» 19 Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. 20 Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.» 21 Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 22 Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. 23 Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.

La mujer empieza a pedirle el agua esa. La verdad que buscaba Jesús era la verdad de su vida; ni la política, ni el agua, ni el pozo hondo. La mujer es sincera: le reconoce como profeta.

24 Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.» 25 Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo.» 26 Jesús le dice: «Yo soy, el que está hablando contigo.»

Ella tiene una secreta esperanza en su vida. Y ahora sí se encuentran.

27 En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?» o «¿Qué hablas con ella?» 28 La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: 29 «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» 30 Salieron de la ciudad e iban hacia él.

Ella valiente reconoce lo que ha pasado, y renace en ella la esperanza de que sea el Cristo. Ella se convierte en apóstol.

31 Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come.» 32 Pero él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis.» 33 Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?» 34 Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. 35 ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya 36 el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. 37 Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: 38 yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga.»

39 Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho.» 40 Cuando llegaron a él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. 41 Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, 42 y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo.»

Diálogo entrañable. Ojalá que en la oración fuéramos la Samaritana, y oyéramos de Jesús cómo nos dice que puede renacer en nosotros un manantial de agua viva, y que el precio es sincerarnos con él y dejar de hablar de ‘políticas’ o sea de despistar el tema. Nosotros somos el tema.

La Samaritana es figura de nuestra situación existencial, de personajes a veces inmersos en la rutina diaria. En una especie de resignación ante una monotonía que no queremos pero que vamos aceptando poco a poco. Pero llega un momento en que se nos insinúa un cambio de vida, una nueva perspectiva. De una conversión segunda, de un volver al amor primero. Y esta posibilidad la vamos frenando porque no nos creemos que pueda ser cierta. Porque no nos fiamos quizá del Señor. O porque dudamos demasiado de nosotros mismos, y con razón, porque hemos acumulado experiencia de fracaso. Y de pecado.

La humanidad es también la Samaritana, cuando manifiesta esta sensación de sed de felicidad. La insatisfacción, el ansia de paz interior, que a veces nos falta. El deseo de que nuestra vida pueda ser regenerada. Jesús nos sugiere en este diálogo horizontes de salvación. Y de apostolado. En el corazón mismo de la Samaritana, no en otro sitio, en su experiencia amarga de rutina diaria, Jesús intenta hacer nacer una fuente de agua que salte hasta la vida eterna. No hay que cambiar de lugar, ni hay que cambiar de matrimonio, ni de trabajo, para que nuestro horizonte vital se regenere. Sólo hace falta dejar que Jesús se acerque a ofrecerme esa agua de vida que sacie toda mi sed. Más allá del pecado hay salvación. Ese es el mensaje de la Samaritana. En el fondo de la felicidad hay ese anhelo de felicidad eterna. Por eso en ese diálogo encontramos la superación de la rutina, de la inercia. La rutina es ese cansancio espiritual. Nos vamos arrastrando en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Nos falta el fervor del espíritu. Y eso es lo que le ocurría a la Samaritana, y el Señor nos dice como a ella que podemos salir de esta rutina.

El ruido que organiza el pecado o la dimensión colectiva del pecado.

En Jn 9 leemos:

Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. «Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.»

Jesús nunca va a un sitio, pasa. De entrada, los discípulos preguntando quién ha pecado. Jesús dice: ni este ni sus padres. Para consuelo de los padres.

Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo.

Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?» Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece.» Pero él decía: «Soy yo.» 10 Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?» 11 Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: `Vete a Siloé y lávate.' Yo fui, me lavé y vi.» 12 Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?» Él respondió: «No lo sé.»

Los vecinos se enfadan de que Jesús le cure. Ese hombre que se llama Jesús… hace como un notario. Y dice que no sabe donde está: no m’atabaleu…

13 Lo llevan a los fariseos al que antes era ciego. 14 Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. 15 Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo.» 16 Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes signos?» Y había disensión entre ellos. 17 Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?» Él respondió: «Que es un profeta.»

Vuelta a empezar. A explicarlo de nuevo. Hay división entre la gente cuando el Señor pasa. No se queda indiferente. Un cristiano no puede pasar por la vida buscando el conflicto, pero que no se piense que va a pasar por la vida sin levantar conflicto. No es más que su Señor. El que lleva la luz, ilumina. Y el que está en la oscuridad, no quiere la luz ni a quien la lleva. Así que bailamos con la más fea.

Y al final ya no le queda más remedio que decir que es un profeta. Y eso es ya empezar a confesar a Jesús, por tanto esto no va a quedar ahí. Y llaman a los padres.

18 No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista 19 y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?» 20 Sus padres respondieron: «Nosotros sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. 21 Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo.» 22 Sus padres decían esto por miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. 23 Por eso dijeron sus padres: «Edad tiene; preguntádselo a él.»

Decís que ha nacido ciego. Los padres, un poco cucos, no quieren dar demasiadas explicaciones. ‘Eso no lo sabemos’, y seguramente pensarían: ‘y mejor no saberlo’.

24 Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.» 25 Les respondió: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo.» 26 Le dijeron entonces: «¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?» 27 Él replicó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?» 28 Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. 29 Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es.» 30 El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. 31 Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso  y cumple su voluntad, a ése le escucha.32 Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. 33 Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.» 34 Ellos le respondieron: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos das lecciones a nosotros?» Y le echaron fuera.

La que se organiza es parecida a la que se organiza en un a familia cuando uno quiere ser cura, o cuando uno en un pueblo, confiesa a Jesucristo como profeta. Que es imperdonable. Eso es lo que ocurre. No podemos evitar el ruido.

35 Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» 36 Él respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» 37 Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». 38 Él entonces dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

39 Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos.» 40 Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Es que también nosotros somos ciegos?» 41 Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: `Vemos', vuestro pecado permanece.»

Es el ciego de nacimiento que ve, como nosotros, fruto de nuestra conversión vemos interiormente. Pero además, la Iglesia ve en este fragmento la dimensión colectiva del pecado. Todos los ciegos del mundo que viendo con los ojos, no ven con le corazón. Sean los padres, los fariseos, los vecinos… Que se niegan a la aceptación de una cosa tan sencilla como que Dios quiera que aquél ciego se cure y vea. Y esa resistencia que el Papa titula el pecado del mundo, va más allá del pecado personal. Es esa especie de ceguera que hace que nadie entienda realmente nada en según que situaciones. Esa especie de ignorancia existencial que sistemáticamente borra a Dios de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Es una especie de influjo colectivo, de maleficio. De estructura que hace que cualquier noticia que sea gozosa que sea del evangelio se oculte. Que cualquier noticia que sea macabra se enaltezca. Y vivimos en este ambiente. Y vivimos con ese ruido que hace el Jesús que pasa. Y nos encontramos con ese conjunto de voces: unos que dicen que has pecado, otros que eso no es posible, el otro que te dice: no lo confieses. Y ahí es donde nosotros hemos de confesar como hace el ciego, que es lo más sencillo: yo no sé, sólo se que yo no veía, y que ahora veo. Es confesar nuestra fe. Y liberarnos de la participación del pecado del mundo que consiste en no querer ver la luz. Pidamos que ilumine nuestras tinieblas y en qué ocasiones nos cuesta confesar al Señor, y por qué. Por evitar un disgusto, o ser mejor tolerado, o tener una mayor prestigio. Por no quedar mal. Por miedo. Por necesidad afectiva (a nadie le gusta ser una especie de bicho raro).

Había un enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»

Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. 6 Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea.» Le dicen los discípulos: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?» Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; 10 pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él.»

Jesús siempre llega tarde, ex profeso.

11 Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.» 12 Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará.» 13 Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño.14 Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, 15 y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos allá.»

16 Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él.» 17 Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. 18 Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, 19 y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. 20 Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa.21 Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. 22 Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.» 23 Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará.» 24 Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.» 25 Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; 26 y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» 27 Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.»

Marta tiene reacciones muy auténticas, muy sensibles, pero muy cercanas al corazón de Jesús. Conoce bien a Jesús. Le dice como la Virgen, que puede hacer un milagro. Sabe que resucitará en el último día, pero ese no es el problema, ella le pide un ‘anticipo’.

28 Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está ahí y te llama.» 29 Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue hacia él. 30 Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. 31 Los judíos, que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí.

32 Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.» 33 Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó 34 y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás.» 35 Jesús derramó lágrimas. 36 Los judíos entonces decían: «Mirad cómo le quería.» 37 Pero algunos de ellos dijeron: «Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?» 38 Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. 39 Dice Jesús: «Quitad la piedra.» Le responde Marta, la hermana del muerto: «Señor, ya huele; es el cuarto día.» 40 Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» 41 Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. 42 Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.» 43 Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal afuera!» 44 Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar.»

La que se liaría en aquella casa… Los judíos pensarían que lo del ciego le salió bien, pero es que ahora resucita a un muerto…

Muchos creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron descaradamente a la muerte.

En cualquier caso, estamos llamados a morir. La Iglesia ve en este episodio algo muy serio, y que nos deberíamos acostumbrar a pensar más a menudo en nuestra muerte. No por un sentido macabro de nuestra vida, sino por un sentido auténtico de nuestra vida. Porque morimos seguro. No hace falta ser creyente para llegar a esa conclusión.

Nos pregunta Ignacio: ¿cómo te gustaría haber sido al llegar el momento de la muerte? Pues ahora está a tiempo. El pensamiento de la muerte, es para encarar con más autenticidad nuestra vida. Estamos llamados a morir. Y la muerte no debería ser para el cristiano un momento puntual, sino una situación que la oración le ha ayudado a rectificar, el verdadero sentido de su vida. Que seguramente le habrá ayudado a dejar cosas importantes: ante el pensamiento de la muerte, muchas cosas caen. Muchas de las cosas que nos ocupan, no tienen fuerza y sentido. Y caen ante el pensamiento de la muerte, o de la muerte de un ser querido. Nos damos cuenta de que todo es muy relativo.

Nos hace mucho bien acercarnos como Marta. Hizo lo de Lázaro para que creyéramos, pero sigue en pie su pregunta: .«Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»

Creer esto no significa no sentir el zarpazo de la muerte y la seriedad de mirar a los ojos a la muerte. Pero sí significa que le tenemos respeto, no miedo. Hemos nacido de Pascua. Y que no moriremos para siempre. Seguimos a un Señor que ha vencido la muerte (el único).

El lloro de Jesús no es sólo por el amigo, sino que es lloro por toda la humanidad ante el drama de la muerte. Del sin sentido de la muerte, del dolor, de la enfermedad, cuando no hay Jesús.

La insinuación de Jesús de que duerme, es una buena manera de referirse a la muerte.

Estas son las tres situaciones en el caminar siguiendo a Jesús:

La conversión del corazón: La Samaritana significa justo ese proceso dinámico de cambiar de vida. Vuelve al pueblo a anunciar que ha encontrado al Mesías. Sale de la tristeza y llega a la alegría. Sale de la mentira y llega a la verdad. Ha encontrado lo que buscaba. Y lo ha encontrado en su propio corazón. Donde Jesús ha puesto ese manantial de agua que salta hasta la vida eterna. Ya no tendrá que buscar fuera, en otras situaciones, en otros pensamientos, en fantasías, la raíz de su felicidad.

En el ciego de nacimiento, encontramos la iluminación. Que veamos con los ojos del ciego, no con los del fariseo, que no reconocía a Jesús. Que sepamos reconocer a Jesús. La ceguera verdadera fue la del fariseo, que aun viendo lo que veía, no podía aceptar tanto amor en Jesús: eso no podía ser.

El tercer encuentro con Jesús, es el encuentro con la muerte. Del paso de muerte a vida. No dejarnos guiar por el instinto de la muerte, por el miedo. Por la tristeza. Por la apatía, por la rutina. Eso nos mata poco a poco.

Preguntémonos

¿De qué me tengo que convertir? (Hay que romper las cadenas y los hilitos.)

¿En qué no estoy poniendo los medios para que mi vida espiritual sea una conversión constante hacia el Señor?

¿De qué tengo sed, como la Samaritana?

Pensar en la muerte. No por un sentido angustioso y estúpido, sino para que el Señor me de la paz que da en la Pascua. En él he encontrado la vida para siempre. Cómo vivo la cruz, y con qué paciencia soporto las contrariedades de mi vida. De la relación con los demás. O cómo vivo mi compromiso eclesial.