1ª Med. “Silencio y escucha”

(Viernes 31-mar-06)

Dios habla y el hombre escucha. Dios no es un dios mudo. Y el hombre en la medida que entra en el silencio, puede escuchar la voz de Dios. La finalidad de este retiro es escuchar a Dios. A Dios que nos habla dándonos su Palabra divina, dándonos a su Hijo amado, su Verbo en la comunión del Espíritu Santo. Y venimos a escuchar la Palabra de Dios esperando que esta Palabra, que es Palabra de vida, dé fruto en nuestra vida. Y para ello es absolutamente necesario el silencio.

Las grandes obras de Dios se han realizado en el silencio: el silencio divino es dónde Dios actúa: la Creación –todo estaba en silencio, pues no existía nada-, la Encarnación –el Hijo se hace hombre en el silencio de la Virgen-. Las grandes obras de Dios se llevan siempre a cabo en el silencio. Hay un fragmento del libro de la Sabiduría que escuchamos en el tiempo de Navidad como profecía del misterio de la Encarnación y que dice:

14 Cuando un silencio apacible lo envolvía todo

y la noche llegaba a la mitad de su carrera,

 15 tu palabra omnipotente se lanzó desde los cielos (Sb 18)

y el Verbo se hizo carne, en el silencio de María.

La Creación, la Encarnación y la mayor de todas las obras de Dios: la Resurrección. ‘Nadie supo la hora ni la manera, antes de que despuntase el sol, Cristo resucitó.’

En la noche Cristo resucita, porque Cristo es la luz que disipa las tinieblas de nuestros pecados, de nuestra muerte. Y Cristo resucita en el silencio de la noche.

Por eso es bien sencillo: escuchar, escuchar y escuchar.

¿Cuál es el primer mandamiento de la ley de Dios? Cuando Dios se revela a Moisés y le da el Decálogo, las Diez palabras, los Diez mandamientos, le dice:

4 Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. 5 Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.(Dt 6) (Cf. Mc 12, 29)

Así que el primer mandamiento no es “amar a Dios sobre todas las cosas” sino “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios… amarás al Señor con todo tu corazón…”

Continuamente Dios se acerca a su pueblo, pero su pueblo es duro de cerviz y de oído porque en su corazón no escucha la voz de Dios. Se dedican a escuchar otras voces, y no la de Dios. El ejemplo más paradigmático: el pecado original. ¿Dónde está el pecado original de Adán y Eva? No tanto si comieron o no del fruto del árbol sino en que dejaron de escuchar a Dios y escucharon la voz de la serpiente.

¿Cuál es la primera de las Bienaventuranzas?

27 Estaba él diciendo estas cosas cuando alzó la voz una mujer de entre la gente y dijo: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!» 28 Pero él dijo: «Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan.» (Lc 11)

Esa es la primera Bienaventuranza y el primer mandamiento. Y para eso debo callarme yo.

Dios que es muy listo, ha puesto en nuestra naturaleza la necesidad del sueño, ¿sabéis por qué? Pues para que nos callemos de una vez, porque de lo contrario, no hay manera de que le dejemos a Él hablar. Por eso en el AT Dios se revela tantas veces en sueños: cuando el hombre, por fin calla.

Fijaos también en la escena de la Transfiguración.

7 Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle.» (Mc 9)

Escuchar al Hijo es escuchar al Padre.

Recordemos la escena de Marta y María. Marta atareada con mil cosas —como nosotros— y en cambio María a los pies de Jesús escuchándole.

Marta se pierde estar con Jesús. La imagen de Marta y María es como la Iglesia: la Iglesia obra como Marta, precisamente, porque primero escucha como María.

Y la que escucha de forma perfecta es la Virgen María. Ella es la que ha escuchado perfectamente la Palabra del Padre, hasta el punto que el Verbo se ha hecho carne.

Otra imagen es la del pequeño Samuel en el AT. Samuel no conocía la voz del Señor. Y de noche, dormido, escucha una voz que le llama: ‘Samuel, Samuel’ y él piensa que es Elí, el sacerdote, que le está llamando, y, finalmente, responderá “habla, Señor, que tu siervo escucha”:

Servía el niño Samuel a Yahvé a las órdenes de Elí; en aquel tiempo era rara la palabra de Yahvé, y no eran corrientes las visiones. 2 Cierto día, estaba Elí acostado en su habitación. Sus ojos iban debilitándose y ya no podía ver.3 No estaba aún apagada la lámpara de Dios; Samuel estaba acostado en el Santuario de Yahvé, donde se encontraba el arca de Dios. 4 Llamó Yahvé a Samuel. Él respondió: «¡Aquí estoy!», 5 y corrió donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado.» Pero Elí le contestó: «Yo no te he llamado. Vuelve a acostarte.» Él se fue y se acostó. 6 Volvió a llamar Yahvé a Samuel. Se levantó Samuel y se fue donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado.» Elí le respondió: «Yo no te he llamado, hijo mío; vuelve a acostarte.» 7 Aún no conocía Samuel a Yahvé, pues no le había sido revelada la palabra de Yahvé. 8 Por tercera vez llamó Yahvé a Samuel y él se levantó y se fue donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado.» Comprendió entonces Elí que era Yahvé quien llamaba al niño, 9 y dijo a Samuel: «Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Yahvé, que tu siervo escucha.» Samuel se fue y se acostó en su sitio.

10 Vino Yahvé, se paró y llamó como las veces anteriores: «¡Samuel, Samuel!» Respondió Samuel: «¡Habla, que tu siervo escucha!». (1S 3)

Dios es el que habla. Nosotros escuchamos. Como el siervo que escucha a los pies de Jesús que es el Maestro.

El Evangelio nos destaca de María que es la mujer del silencio. En el Evangelio casi casi no hay palabras de María. Pero sí nos destaca continuamente que guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (Lc 2, 19). Lo que nos destaca más de María es que escuchaba. Por eso hay tan poquitas palabras de María. Ella es la mujer del silencio, la que entra en ese silencio divino, que es donde Dios habla.

Cómo nos cuesta callar.

Dice Santiago, que seamos “tardos para hablar y prontos para escuchar”.

19 Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira.(St 1)

Cuando san Agustín comenta la encarnación del Verbo, destaca de María que primero concibió al Verbo en su corazón, porque escuchó con fe la Palabra de Dios. Y porque escuchó con fe, el Verbo se hizo carne en sus entrañas.

Otro pasaje del Evangelio hermoso. Cuando le dicen a Jesús que su madre y sus parientes están allí, y él responde que sus parientes son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.

Cristo nos hace “su familia” sólo por escucharle. Y lo destaca por encima de la maternidad física de María. Que es un don inmenso, claro.

Hemos venido a callar y a escuchar: nada más y nada menos. Nos podríamos preguntar: ¿es que quizás nos parece poco escuchar a Dios? ¿No vale la pena callar, entrar en el silencio para que Dios hable? Todo un Dios me habla de verdad. No es mudo. Habla Señor, que tu siervo escucha[1]. Es el Señor el que habla y el siervo el que escucha. Es el maestro el que habla y el discípulo a los pies el que escucha. Es el Padre celestial el que habla y el hijo el que escucha. A nosotros nos corresponde ser siervos, discípulos, hijos a la escucha de Dios que nos habla.

Y así entramos en otra actitud que es esencial, que es la humildad. No sé nada, y como la iniciativa la tiene Él, yo estoy a la expectativa, disponiéndome para que sea Él quien me hable. Y ahí todos tenemos un peligro: pensar que sabemos. Y eso a veces impide que Dios actúe. Porque como ya me pienso que sé, soy de los que le digo a Jesús cómo lo tengo que hacer. Y es al revés: yo no se nada. Como decía San Juan de la Cruz:

Para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes.

Nada sabes, nada puedes: todo lo tiene que hacer el Señor. Y para eso, silencio y escuchar a Dios.

La experiencia común es que venimos a este mundo no sabiendo hablar, pero sí sabiendo escuchar. De todos los sentidos, el primerísimo es el oído. Los niños en el seno materno escuchan, pero no ven ni hablan.

Lo primero en nosotros es escuchar. Un niño aprende a hablar porque escucha a sus padres. Por eso un cristiano aprende a hablar en la medida que escucha la voz de su Padre Dios. Sin escucha no hay habla.

Jesús nos dice: no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Esas y otras palabras de las Escrituras ya nos las conocemos y decimos ‘esto ya me lo sé’. Y no dejamos que Dios actúe. Si nos lo creyéramos los cristianos, ¡cómo cambiaría nuestra vida!

Ahora en Cuaresma escuchamos con mayor abundancia la Palabra de Dios. Y ayunamos como signo de desprendimiento interior y que nos despojamos de todo para que sea sólo Dios el que actúe. Que sea Él que hable.

Lo que cambia el corazón del hombre es la Palabra de Dios.

Dice san Pablo a los Tesalonicenses:

13 De ahí que también por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en vosotros, los creyentes.(1Ts 2)

En estos días, escuchemos con abundancia la Palabra de Dios para que nos pueda tocar el corazón.

San Agustín se ponía el libro de la Palabra de Dios en su regazo, imitando a María. Escuchar la palabra para que el Hijo pueda engendrarse en las entrañas de mi alma. Que Cristo se forme en mí. Que ya no viva yo sino Cristo en mí.

Conviene admirarnos de lo que significa que Dios nos hable. Estamos muy acostumbrados a tener la Biblia. A escuchar la Palabra. Estamos tan acostumbrados que a veces no nos admiramos, pero es un milagro. Es un milagro que podamos escuchar a Dios. Y a veces nos falta fe. ¿No decimos en la Eucaristía ‘Palabra de Dios’? ¡Es Dios quien está hablando! Es un milagro que Dios nos hable. Ya no es el hombre que habla a Dios. Sino Dios que habla al hombre y el hombre que por la fe escucha.

San Ireneo de Lyon enseña que Dios se ha ido acostumbrando a caminar al paso del hombre, para que el hombre pudiera caminar al paso de Dios. Dios se ha ido acostumbrando a hablar el lenguaje humano para que el hombre pudiera acostumbrarse a hablar el lenguaje divino.

En el Evangelio, después de que Jesús haga el discurso del Pan de Vida, la promesa de la Eucaristía, y los judíos que lo escuchaban se escandalizan y lo abandonan, Pedro confiesa:

67 Jesús dijo entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» 68 Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, 69 y nosotros creemos  y sabemos que tú eres el Santo de Dios.» (Jn 6)

 

[1]           1 Samuel 3, 9