La Resurrección de Jesucristo

Continuamos contemplando este amor de Dios en la resurrección de Jesucristo. Podríamos decir que la Resurrección es la manifestación espléndida de Jesucristo. Toda su vida está orientada hacia la cruz. Morirá en una cruz, pero de esta cruz, resucitará. Por eso la Cruz y la Resurrección  son los misterios centrales del cristianismo y ambos se complementan.

Hablar de cruz, es quizá más fácil de entender, porque aunque no lo hayamos experimentado, nos lo podemos imaginar.  Explicar la Resurrección es más difícil. Hemos de tener en cuenta que hablar de Cristo resucitado es hablar del amor de las Personas divinas y Jesús. La Resurrección es la manifestación del amor de las Personas divinas a Jesucristo. Pero al mismo tiempo es la manifestación del amor de Jesús a las Personas divinas. Podríamos decir que estas son las orientaciones que la Pascua nos invita a contemplar.

¿Cómo hemos de vivir la Pascua? ¿qué hemos de hacer?

Nuestra primera tarea es contemplar. Cómo Dios manifiesta su amor. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en la humanidad de Jesucristo y cómo Jesucristo manifiesta su amor a las Personas divinas. Sólo contemplando ya es eficaz en nosotros. Gracias al Bautismo, todos nosotros hemos recibido una vida espiritual. Que movida precisamente por el Espíritu Santo, nos capacita para recibir la acción de Dios. Ya tenemos la condición necesaria para poder participar de aquello que Dios quiere dar al hombre: el Bautismo nos da la condición de hijos de Dios. Igual que un niño aprende a amar a sus padres viendo cómo sus padres le quieren, nosotros aprendemos a amar a Dios viendo cómo Dios nos ama.

Contemplémoslo ahora en Jesucristo. Porque Jesucristo se deja amar perfectamente por las Personas divinas. Podemos nosotros también aprender cómo podemos responder a este amor.

Por eso el cristiano crece en el amor de Dios en la medida que se sabe querido por Dios o que sabe contemplar el amor que el Padre le tiene. En esta medida crece.

Contemplar el amor de las Personas divinas hacia Jesús en la Resurrección parece fácil: lo han resucitado. Pero contemplar el amor de Dios en la crucifixión de Jesucristo eso es más difícil. Esta es la gran cuestión. Dios ama tanto a su Hijo, que lo lleva a la cruz. Hay una oración litúrgica que dice:

Oh! Dios que has querido que tu Hijo padeciera por nosotros el suplicio de la cruz para arrancarnos del poder del enemigo.

Lo quieren tanto que lo llevan a la cruz.

¡Hombre! ¡Pues que no me quiera tanto! Diría alguno.

Es un misterio. El sentido recto de esta realidad es que el que ama de verdad a otro, quiere su máxima perfección. Y en este mundo no hay grado más alto de perfección que dar la vida por los demás.

Nadie tiene mayor amor  que el que da su vida por sus amigos. (Jn 15, 13)

El Padre quiere que su Hijo como hombre llegue como hombre a la máxima perfección.

Y por eso lo lleva a la cruz. A dar la vida.

Y además si se añade el sufrimiento a ese dar la vida por el otro, aún es más expresivo.

Cuando ese dar la vida está envuelto por el sufrimiento...

El sufrimiento de Jesucristo lo acompaña todos los días: limitaciones, huir a Egipto, buscarse la vida, incomprensiones, pasar por loco,...

Quiere experimentar todo ese sufrimiento. Todo eso es signo del amor de Dios. Evitar los sufrimientos, es evitar la perfección. Por eso en nuestra sociedad, la adolescencia se prorroga hasta los 27 y 30 años. Porque es una sociedad en la que se busca el mínimo esfuerzo. Sociedad del bienestar, del confort. Y eso no ayuda a madurar.

Tanto ama a su Hijo que lo lleva a la cruz, para que llegue a la perfección humana.

Va adquiriendo la perfección humana a medida que va viviendo y esta perfección humana llega a la muerte y la máxima llega cuando se sienta a la derecha del Padre, es decir cuando ha cumplido del todo su misión.

El que sea perfecto hombre no quiere decir que no vaya creciendo. Como María que es la llena de gracia, pero que a lo largo de su vida va creciendo en esa gracia.

Otro aspecto de la manifestación del amor de Jesús a las Personas divinas, sería parecido:

Jesucristo que ama al Padre y al Espíritu Santo les quiere demostrar su amor sufriendo. Acepta el sufrimiento como el lenguaje más adecuado para demostrarles que los ama. Tiene deseo ardiente de morir en la cruz.

15 y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.» (Lc 22, 15)

La cena pascual es la anticipación del misterio pascual: su muerte y resurrección.

Jesús como hombre tiene ganas de unirse con el Padre y el Espíritu Santo definitivamente. Dicho de otra forma: tiene ganas de morir. Los santos llega un momento que quieren dejar este mundo. No porque este mundo les resulte aburrido, sino porque su amor es tan grande que quieren llegar a ver a Dios cara a cara.

La condición humana es una limitación y tiene ganas de romper las barreras, los ataduras.

Así se manifiesta el amor de Jesucristo a las Personas divinas.

La resurrección también nos manifiesta el amor que nos tiene a nosotros. Quiere estar con nosotros. Con todos y cada uno de nosotros. Por eso resucita y se queda en la Eucaristía. No hacía ninguna falta que se quedara en la Eucaristía, quiere que le comamos. Que entremos en contacto físico con su cuerpo glorioso. Y eso solo se produce en la Eucaristía. El contacto espiritual se puede conseguir por la oración, por otros sacramentos. Pero el contacto físico, sólo en la Eucaristía. Jesucristo nos ama tanto que quiere nuestra unión íntima a Él.

Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. (Jn 15, 5)

El Bautismo nos incorpora a Él como miembros suyos. Aquí al tanto con nuestra imaginación. No es apuntarse a un club. A un colectivo. Es una unión intimísima. Me quiere tanto, que quiere vivir unido a mí. No hay posibilidad de unión humana más alta que la que Jesucristo quiere producir en nosotros. Ni la del matrimonio en su relación sexual. No hay unión de almas. Jesucristo por el bautismo me incorpora de tal manera a su persona, que solo hay un alma. Un solo principio vital, que es el Espíritu Santo.

Este misterio solo lo puede hacer Él. También se expresa con la imagen del cuerpo místico de san Pablo. ¿Qué hace falta para que esto funcione?: que me lo crea. Por eso es tan importante contemplar esto. Y si me lo contemplo, me lo llegaré a creer. No por autoconvencimiento, sino porque esta es la realidad, y tengo que llegar a ella. Como los niños, que no perciben la realidad que perciben los adultos. Y lo que pasa es que preguntan. Y preguntando, va descubriendo, va conociendo. Este dinamismo natural para llegar a la madurez humana, lo tenemos todos desde el bautismo. Por eso es necesario que esto lo reconozcamos, lo descubramos. Tendamos hacia ello. ¿Por qué nos incorpora de esta manera Jesucristo? Porque nos quiere. Y también desea para mí la máxima perfección a todos los niveles: intelectual: que conozcamos la verdad (que es Él); a nivel volitivo: que no aspiremos a los mínimos sino al máximo bien; a nivel sensitivo: Jesucristo quiere que abra a su persona, para que pueda sentir como Él siente.

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: (Fil 2, 5)

Y Él siente la necesidad de dar la vida por los demás. Jesucristo me va comunicando a mí esos sentimientos de dar la vida por los otros. Y de darla de manera expresiva. Y eso lo va comunicando. Y eso se va produciendo cada vez que me encuentro de veras con Jesucristo si yo no me opongo, si no voy con condiciones: ‘ámame, Señor, pero hasta aquí’. Es lo que nos ha pasado a todos de que hay un momento en que nuestra vida cristiana nos da miedo. ‘A ver si Dios me pide...’ O miedo a que nos pida a los hijos. Como si Dios fuera un ladrón que va robando vidas. Dios lo que hace es comunicar su vida a todos los niveles. Incluso a nivel instintivo: que lleguemos a rechazar el mal de forma instintiva. De forma espontánea.

Si el hombre incorporado a Jesucristo participa del amor de Dios, el deseo propio del cristiano en su corazón, es unirse a todos los hombres: la caridad.

El cristiano tiene un deseo sincero de unirse a todos los hombres. Es una tendencia real.

Esto no es posible por nuestra limitación humana. ¿Cómo me puedo unir a todos los hombres? Pues uniéndome a Jesucristo que sí puede llegar a todos los hombres. Por eso celebramos la Eucaristía. Cada vez que celebramos la Eucaristía nos unimos a todos los hombres de la Tierra. Jesucristo muere para que todos los hombres se salven. Por eso es tan importante, cuando hay dificultades de carácter, de situaciones humanas, celebrar la Eucaristía por esas personas y por esos problemas. A veces pensamos que hacer vida de comunidad es estar juntos viendo la tele. Uno hace más vida de comunidad estando delante del sagrario que delante de la tele. No crece la comunidad porque esté físicamente con mis hermanos, si no es en la medida que busco unirme a Jesucristo. La dificultad de unión con los hermanos está en la medida que no estoy unido a Jesucristo. Si estoy unido a Jesucristo, no hay problema. No vemos a ningún santo que veamos que rechaza a algunas personas. Ama a todos. Es participar de la caridad de Jesucristo.

 

Jesucristo resucitado es el viviente.

Cuando hablamos de Jesucristo resucitado tenemos el peligro de pensar en la idea más que en la Persona del Hijo de Dios que ha muerto y ha resucitado. Por eso se dicen cosas tan estrambóticas. Y no hay una fe clara en el Cristo resucitado.

Lo hemos de contemplar como el hombre perfecto, que vive, que es real. En una condición misteriosa, glorificada. Pero que podemos ir captando poco a poco. Es ágil, espiritualizada. Atraviesa las paredes. Fijémonos que cuando se presenta a ellos una vez resucitado, siguen teniendo problemas para reconocerlo. Los apóstoles. Los discípulos de Emaús.

Mientras Jesucristo se manifiesta en su cuerpo humano, antes de morir, a la gente le cuesta creer en Él. Incluso a los apóstoles. Excepto Juan, todos le abandonan: es decir, no creían lo suficiente en Él. A partir de que Jesucristo sube al cielo, y con el Padre comunica el Espíritu Santo, ya no vemos ninguna duda en los apóstoles. Tienen sus problemas como comunidad, sus dificultades. No digamos de Pablo, que no vio a Jesucristo antes de la Resurrección. No duda. Una vez convertido, no duda. No dudan, hasta el punto de que todos van a la muerte alegremente. Se dejan matar por aquél que ha resucitado.

Por eso somos privilegiados. Porque somos capaces de creer en Él sin haberlo visto. No es necesario verlo para creer perfectamente en Él.

Si cada año que celebro la pascua, voy creciendo en la fe en el resucitado. ¿Cómo se nota esto? Pues que cada vez con más espontaneidad se reconocer la presencia de Jesucristo en mi vida y en la vida de los hermanos. Cada vez más, Jesucristo resucitado lo es todo en mi vida. Dicho de otra manera: ¿qué sería de mi vida sin Jesucristo? Si alguno puede dar explicación y sentido a su vida sin Jesucristo, es que no está suficientemente convencido de que Jesucristo ha resucitado. No esta suficientemente enamorado de Jesucristo. El enamoramiento se manifiesta cuando uno ya no puede entender su vida sin el otro. Hemos de esperar de la Pascua experimentar la presencia real de Cristo resucitado en nosotros.

y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Gal 2, 20)

Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. (Col 3, 1-2)

Cuando uno vive la cuaresma, se abstiene de cosas, y se preocupa de ver qué hace para llegar a la Vigilia Pascual, y se conforma con cantar el Aleluya y hasta el próximo año, si Dios quiere, es que no ha entendido nada. No ha esperado recibir la nueva vida de Cristo resucitado que le lleva a vivir con más facilidad aquello que antes le costaba.

Pues eso que me ha costado en la cuaresma, ya no me cuesta en la pascua. Ya me es más fácil buscar las cosas de arriba. Por ejemplo, antes me costaba que hablasen mal de mí. Ahora es igual. Como Cristo ha resucitado ya no me cuesta que hablen mal de mí. O mejor, ahora cuando veo que hablan mal de mí, hablan con más realidad de mí. Porque antes quería disimular mi propia condición de pecador. Ahora no me sabe mal, porque nunca dirán más de lo que soy. Soy un pecador. Pues sí. Por fin te has dado cuenta de que soy un desastre, y no me preocupa porque Jesucristo ha resucitado, y me ha salvado.

Hemos de vivir la humildad de Jesucristo.

 

Jesucristo resucitado es el vencedor.

Vencedor del pecado, de la muerte y de Satanás.

Solo unidos a Cristo resucitado podemos vencer el pecado en nosotros. La muerte y al mismo Satanás. Jesucristo nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado, la muerte y Satanás.

Podemos vencer el pecado en nosotros en la medida en que estamos unidos a Jesucristo.

¿Cómo lo ha vencido?

Dos formas de eliminar el sufrimiento, el mal:

La medicina hace desaparecer el dolor eliminándolo.

Jesucristo vence el dolor pasando por el dolor. No lo elimina. Ni el Padre le ahorra dolores, ni a María ni a ninguno de los apóstoles.

24 Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno.

25 Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo.

26 Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; 27 trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. (II Cor 11, 24-27)

Pablo se siente impulsado a vivir según el espíritu de Cristo resucitado. Y vence el dolor pasando por el dolor. Asumiendo el dolor. Jesucristo vence a Satanás pasando por la humillación de la tentación. Y se deja tentar, para experimentar la tentación. Jesucristo redime no eliminando las dificultades, sino pasando por las dificultades. Pasando por ellas voluntaria y libremente. Jesucristo vence la muerte muriendo. Y sometiéndose durante tres días a la muerte. Se humilla a la muerte durante esos tres días. Hay dolores que nos los ahorra, por ejemplo el de la condenación eterna. Nos ha salvado. Otros no nos los ahorra, los propios de la condición humana, porque es un instrumento para poder manifestar este amor de Dios y al prójimo. Jesucristo nos hace vencer comunicándonos su estilo de vida.

 

Jesucristo resucitado es el Cristo sacrificado-glorificado.

La palabra “sacrificio” se refiere a que habiendo muerto en la cruz, resucita: pasa del nivel humano limitado, condicionado de este mundo, a un nivel humano glorificado. El sacrificio es levantar de nivel. Jesucristo sacrificado manifiesta que el Padre acepta su gesto, su obra: morir por nosotros. Nos concede a nosotros a ser constantemente sacrificados. Lo importante en la Eucaristía, es que en cada eucaristía cada uno de nosotros se convierta en Jesucristo. En cada Eucaristía somos sacrificados: elevados de nivel. Convertidos cada vez más en el cuerpo y sangre de Jesucristo. El Padre cada vez más nos une más íntimamente a Jesucristo. Y Jesucristo nos une más íntimamente a Él y al Espíritu Santo. El ‘sacrum facere’, sacrificio, es hacer sagrada una realidad profana. Una realidad humana que es la del bautizado, por el sacrificio de Cristo es consagrado. Se actualiza cada vez nuestra consagración del Bautismo en la Eucaristía.

La máxima glorificación de Jesucristo es que su humanidad participa plenamente de la divinidad. Y nosotros hemos de dar muchas gracias a Dios porque como dice san Pablo, si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Si Cristo como hombre participa de la divinidad, nosotros también estamos llamados a participar cada vez más de esa divinidad. Hasta el día que nos encontremos con el Padre de forma total y absoluta.

Jesucristo es el que nos hace capaces de participar de la misma gloria que Él tiene.

 

Y por tanto hemos de presentar a Jesucristo como objeto de glorificación.

Como aquél que puede dar sentido a nuestra vida. Como aquél que nos puede hacer felices del todo. Como aquél por el cual vale la pena vivir y morir. Es presentar el amor de Dios que se manifiesta de una manera exuberante, máxima en la humanidad de su Hijo, muerto y resucitado. Esta es la misión de la Iglesia.

Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. (I Tim 2, 3-4)

Todas las religiones predican la salvación. Pero Dios quiere algo más: que lleguen al conocimiento de la verdad: o sea conocer a Jesucristo aquí en la Tierra. A cualquier autor le gusta que se conozca su obra. Y cuando esta obra es en beneficio de la humanidad, todavía más. Al Padre le urge que la humanidad conozca todo lo que ha hecho por ella.

No podemos decir que ya se salvarán sean lo que sean. Que no pasa nada. Tenemos que predicar y manifestar a Jesucristo. Porque no manifestar a Jesucristo resucitado es no creer en Él. Y no creer en Jesucristo resucitado es no creer en el amor de Dios. Y no creer en el amor de Dios es la ofensa más grande que le podemos hacer.

Pidamos al Espíritu Santo que podamos vivir esta realidad.

Contemplemos nuestra vida como fruto de que Jesucristo ha resucitado.