3ª Med. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene…”

(Sábado 1-abril-06)

Dos expresiones de la primera carta de San Juan en el capítulo 4:

10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él.

San Juan nos dice que el amor de Dios consiste sencillamente en que el Padre ha sido el primero en amarnos enviando, dándonos a su Hijo y esa misión del Hijo que procede del Padre y que nos lo envía apunta a una doble dirección.

En primer lugar nos envió a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados. Y una segunda dirección: nos envió a su Hijo para que vivamos por medio de Él.

Ahí tenemos de una manera preciosa, resumido, lo que es el amor de Dios.

En esa doble dirección. Y eso queda resumido en lo que es la Cruz y la Resurrección. La muerte de Cristo que es un morir al pecado por nosotros y su resurrección es un resucitar para que nosotros vivamos como hijos de Dios.

Y a la luz de este misterio del amor de Dios podemos contemplar este amor que tiene una nota característica propia: es un amor misericordioso.

¿Qué es la misericordia?

Misericordia no es que Dios sea como un Papá Noel que todo se lo traga y que todo le da igual: ‘da igual como vivas, como Dios es tan bueno, ya te perdonará…’

Dios es bueno, pero la bondad de Dios consiste en que su Hijo ha muerto por nuestros pecados para que vivamos por medio de Él, para que tengamos una vida nueva, para que seamos santos. Ese es el fin para el que Dios nos ha creado. La grandeza del amor está en que transforma a la persona amada y la hace semejante al que la ama, la amada en el amado. El amor es transformante. El amor hace que los esposos sean semejantes. El amor de los padres a los hijos hacen que se asemejen.

A Dios no le es igual como vivamos; la prueba de ello es que ha enviado a su Hijo para expiar, borrar nuestros pecados, y así hacernos semejantes a Él. Dios no quiere que vivamos de cualquier manera, quiere que vivamos en Él, por Él, para Él, según Él, junto a Él.

Hacernos semejantes a Él por el amor de Dios que nos transforma, ése es el designio de Dios. Según la expresión de San Juan de la Cruz: “Amada en el amado transformada”.

A veces tenemos una manera deficiente de comprender el plan divino de salvación. No es que Dios crea al hombre, a Adán, y como éste le desobedece, se las tiene que ingeniar para deshacer el entuerto de Adán y, entonces, se le ocurre enviar a su Hijo hecho hombre. No, no es así. No es que Dios haya enviado a su Hijo por las trastadas que hemos hecho. El designio original es otro:

4 por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; (Ef 1)

Por eso lo primerísimo que Dios quiere de nosotros es que seamos santos.

Ese es el fin, la vocación a la que Dios nos llama desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, y por tanto, antes de la caída de nuestros primeros padres. Y esa vocación se realiza a través del camino de la Redención. La Redención es el camino que Dios ha escogido, en la inmensidad de su amor, para que captemos que su amor nos transforma en Él, nos diviniza, nos hace santos, por el camino de la redención.

¿Qué es la misericordia? Misericordia viene del latín “miseria” y “cordia” –cor, cordis quiere decir corazón-. La misericordia consiste en el corazón de Dios que se vuelca sobre la miseria del hombre. Y la mayor miseria del hombre es el pecado. Madre Teresa, que conocía y mucho la pobreza material del hombre, decía que la mayor de las pobrezas es no tener a Dios, vivir sin Dios. Y en eso consiste el pecado. El pecado nos ha alejado de Dios, ha cerrado nuestros oídos para que no escuchemos a Dios. El pecado de Adán consistió precisamente en que dejó de escuchar a Dios.

Si miramos esta misericordia de Dios, que consiste en el corazón amoroso de Dios que se vuelca sobre la miseria del hombre, en esa miseria que es el pecado, pues nos podríamos preguntar, ¿qué es lo que hace en nosotros el pecado? Muy sencillo. Los niños lo entienden muy rápido. El pecado me vuelve feo, horripilante, asqueroso. Eso es lo que hace el pecado. Ya puedes hacer liftings o tener un cuerpo danone que el pecado te hace feo. Nos deja prendados de nosotros mismos, llenos de nuestro amor propio que es nada, vacío. Y nos deja vacíos de Dios. Por eso la consecuencia última del pecado es la condenación. Y la condenación es, en primera instancia, la separación de Dios, el vivir separado del amor de Dios para toda la eternidad. Lo cual es gordísimo. Dios es la belleza, la fuente de la belleza, el “Bien sobre todo bien, Belleza sobre toda belleza” como decía santa Catalina de Siena. Así, que si no tienes a Dios, no puedes ser guapo: eres feo, horroroso.

Tenemos un ejemplo precioso en la Escritura: Moisés, el gran amigo de Dios, que hablaba con Dios cara a cara como un amigo con su amigo. Y Moisés entraba en la tienda del encuentro y estaba con Dios y hablaba con Dios. Dios se le manifestaba. Cuando salía de la tienda, su rostro resplandecía, era radiante. Y los israelitas le pedían que se lo tapara, porque reflejaba la presencia de Dios y tenían miedo de esa presencia. No querían contemplar la belleza de Dios. San Pablo dirá que el cristiano no se pone más un velo como Moisés, para que no viesen los israelitas la gloria de Dios que brillaba en su rostro. Los cristianos llevamos el rostro descubierto.[1] Y esto es Palabra de Dios. El cristiano es bellísimo porque lleva en él al que es Santo, al que es la Belleza, a Dios.

Es curioso: cuanto más se olvida el mundo de Dios, tanto más damos culto a la belleza exterior, y más descuidamos la belleza interior, que es la verdadera.

Dios escoge según otros criterios, Dios mira la belleza interior, la del alma. Así el relato de la elección de David. Samuel, que era un profeta, un hombre de Dios, acostumbrado a los caminos de Dios desde pequeño, pues se equivoca ante la elección del rey David. Samuel va a la casa de Jesé, en Belén, y pasan delante de él los siete hijos mayores; cuando tiene delante al primero, Eliab, que era fuerte y de gran estatura, Samuel piensa que ése era el escogido. Pero Dios le dice “tú miras como los hombres, no como Dios, tú mira su apariencia; no es éste, lo he descartado”. Y así con el resto de los hijos. Quedaba David, el más pequeño e insignificante, que ni siquiera estaba en la casa, estaba apacentando las ovejas. Pues a éste es al que ha escogido Dios por rey de Israel, por ungido. En definitiva, Samuel, aunque era un hombre de Dios, juzga por la apariencia como los hombres. Dios elige al que no cuenta a los ojos de los hombres, pero es bello a los ojos de Dios.

1 Dijo Yahvé a Samuel: «¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo lo he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí.» 2 Samuel replicó: «¿Cómo voy a ir? Se enterará Saúl y me matará.» Respondió Yahvé: «Lleva contigo una becerra y di: `He venido a sacrificar a Yahvé.' 3 Invitarás a Jesé al sacrificio y yo te indicaré lo que tienes que hacer, y me ungirás a aquel que yo te diga.»

4 Hizo Samuel lo que Yahvé le había ordenado y se fue a Belén. Salieron temblando a su encuentro los ancianos de la ciudad y le preguntaron: «¿Es de paz tu venida, vidente?» 5 Samuel respondió: «De paz. He venido a sacrificar a Yahvé. Purificaos y venid conmigo al sacrificio.» Purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó al sacrificio.

6 Cuando ellos se presentaron, vio a Eliab y se dijo: «Sin duda está ante Yahvé su ungido.» 7 Pero Yahvé dijo a Samuel: «No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. No es como ve el hombre, pues el hombre ve las apariencias, pero Yahvé ve el corazón.» 8 Llamó Jesé a Abinadab y le hizo pasar ante Samuel, que dijo: «Tampoco a éste ha elegido Yahvé.» 9 Jesé hizo pasar a Samá, pero Samuel dijo: «Tampoco a éste ha elegido Yahvé.» 10 Hizo pasar Jesé a sus siete hijos ante Samuel, pero Samuel dijo: «A ninguno de éstos ha elegido Yahvé.» 11 Preguntó, pues, Samuel a Jesé: «¿No quedan ya más muchachos?» Él respondió: «Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño.» Dijo entonces Samuel a Jesé: «Manda que lo traigan, porque no comeremos hasta que haya venido.» 12 Mandó, pues, que lo trajeran; era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahvé: «Levántate y úngelo, porque éste es.» 13 Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y, a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahvé. Samuel se levantó y se fue a Ramá. (1 S 16)

Un ejemplo muy bonito: Madre Teresa de Calcuta. Una mujer guapísima porque refleja la gloria de Dios aunque fuera tan arrugadita y pequeñaja. Despreciada a los ojos de los hombres, pero preciosísima a los ojos de Dios.

Y otro ejemplo, muy cercano a algunos de vosotros, la alegría que desprende el padre Ginés, un hombre que ha entrado en el camino por el que Dios se manifiesta que es el camino de la Cruz. Ese camino que nosotros tantas veces rechazamos. Una alegría que no es la del mundo, sino la de Dios. Y que es reflejo de una belleza que no es la del mundo, sino la de Dios.

El pecado me vuelve feo. Y la misericordia de Dios cambia esa fealdad, y me imprime esa belleza que viene de Dios. Porque el pecado me ha desfigurado. El hombre creado a imagen y semejanza de Dios, ha perdido esa imagen por el pecado y se ha desfigurado. Y Dios en su amor ha enviado a su Hijo y lo ha enviado en una carne pecadora como la nuestra aunque en él sin pecado. Cristo asume y hace suya mi imagen desfigurada y por eso él queda desfigurado en la Cruz, para poder imprimir en nosotros su belleza, su hermosura. ¡Qué hermoso cuando San Pablo contrapone Cristo con Adán! Y habla de ese admirable intercambio: Cristo, que es el nuevo Adán, se ha despojado de su belleza y se ha cargado la fealdad de Adán para que Adán sea despojado de su fealdad y Cristo ponga en él su belleza. Eso es lo que hace Dios con nosotros. El profeta Isaías dirá que:

13 He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera.  14 Así como se asombraron de él muchos —pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana—(Is 52)

Esa “fealdad” de Cristo crucificado es una imagen de lo que el pecado hace en nosotros: nos desfigura. Cristo asume nuestra fealdad para darnos su belleza. Realmente admirable este intercambio que Dios hace con nosotros. Y esto lo hace porque nos ama. En esto consiste el amor. El amor no consiste en que aquí no pasa nada y me da igual cómo estés. El amor consiste en hacer igual el amado al amante, el amante al amado. Esa es la verdad del amor.

Todo eso, gracias a la Cruz. Por eso la cruz es el “árbol de la vida” del que el cristiano se alimenta. Y ahí también podemos contemplar de manera sencilla qué es la conversión. Algo tan sencillo como que Dios cambia mi figura fea por su figura hermosa. Dios me transforma de pecador en santo. En la Cuaresma escuchamos el evangelio de la Transfiguración porque es un anuncio de lo que el Señor quiere hacer por nosotros y en nosotros, lo que ya ha hecho en el Bautismo y continuamente hace por nosotros y quiere llevar a plenitud: hacernos santos, transfigurarnos. La gloria, la belleza, le corresponde sólo a Cristo porque sólo Él es el Hijo único del Padre. Pero esa misma gloria nos la da a nosotros. La conversión no consiste en cambiar cuatro cosillas, unos cuantos propósitos, ser un poquito más bueno… Eso es no ir a la raíz de las cosas, y en cierto modo es perder el tiempo. La conversión consiste en creer que Dios me quiere santo. Y que eso no lo voy a hacer yo. Lo va a hacer Él. No sin mí, sino conmigo: yo tengo que dejarme hacer por Él. Por eso insistimos en esa definición de la primera carta de San Juan y que el Papa, en su primera encíclica, ha puesto como la esencia del cristiano:

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.”

¿Quién es el santo? El que ha creído en el amor de Dios, en este amor de Dios. El que se ha fiado. Todos sabemos que Dios nos quiere santos. ¿Nos lo creemos? Si no nos lo creemos pues Dios ya no lo puede hacer, no porque no pueda, sino porque no le dejamos nosotros.

Dice san Juan de la Cruz:

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo,
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera;
esperé solo este lance,
y en esperar no fui falto,
pues fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance
.

Si esperas ser santo porque crees en el amor de Dios, lo serás. No por ti sino por Dios que te hace santo. Porque sólo Dios es santo. Pero el amor de Dios consiste en que Él, que es santo, te transfigura para que tú seas santo, para que participes de su misma vida. Por eso el cristiano es redimido para poder ser divinizado. Las dos líneas hacia las que apunta la misericordia: ser redimidos de nuestros pecados, porque Cristo los expía en la cruz, para poder ser divinizados, transfigurados, transformados en el amado.

Dice Jesús que hay que ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos, así que os voy a contar un cuento, que seguro ya conocéis: el cuento del príncipe y de la rana.

Una bruja mala y fea convierte a una muchacha en rana. Y ese hechizo sólo se rompe si un príncipe la besa. Es una imagen preciosa de lo que Cristo hace con nosotros y en nosotros. Cristo es ese príncipe, pero real, porque Cristo es Rey de reyes y Señor de señores. Y Cristo ha descendido de su trono real y se ha abajado hasta nuestra charca fangosa y asquerosa que son nuestros pecados y nos ha dado un beso: se ha desposado con nosotros, convirtiéndonos en su esposa, en su amada, transformándonos en Él. Porque por el beso, la rana queda convertida en princesa, hecha semejante al príncipe. Dice el Cantar de los cantares:

2 ¡Que me bese con besos de su boca!

 Mejores son que el vino tus amores,

..

5 Soy negra, pero hermosa,

 muchachas de Jerusalén, (Ct 1)

Por mí soy feo, pero hermoso porque Dios me ha revestido de su belleza, de su hermosura. La misericordia de Dios no consiste en que se tape los ojos como si aquí no pasase nada, sino en que Dios asume mis pecados para poder poner en mí su santidad, para que viva en Él, con Él, para Él, junto a Él, para que “sea” Él. Me transforma en Él, me diviniza. Y ahí podemos ver a dónde apunta la misericordia de Dios: vivir la vida de Dios, la vida nueva que viene de Dios. En eso consiste el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que poseamos su vida, para que vivamos por medio de Él.

San Pablo dice:

1 Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. 2 Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. 3 Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. 4 Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él.(Col 3)

A ver si nos lo creemos, porque es Palabra de Dios. Ahí vemos el realismo de la vida cristiana. No es un ideal o una utopía que algún día será. Es el realismo de Dios que actúa aquí, ahora y en mí.

Algunos ejemplos de este realismo cristiano: es más real que estoy sentado a la derecha del Padre que no que estoy sentado en esta silla. Porque dentro de un rato no estaré sentado en esta silla, pero seguiré sentado a la derecha del Padre, porque estoy viviendo en Cristo y con Cristo. Es más real que vivo en el seno del Padre que no que estoy en esta habitación. No me muevo del Padre. Porque allí es donde está el Hijo. Y si el Hijo se ha entregado por mí y me da su vida donde está el Hijo, está la Iglesia amada, está la esposa. La Iglesia no se separa del Hijo.

Un detalle bien bonito: el obispo lleva un anillo que es símbolo que hace presente a Cristo-Esposo, que se ha desposado con la Iglesia. En los primeros tiempos de la Iglesia, los obispos no cambiaban de diócesis, para simbolizar esa fidelidad de Dios a su Alianza. Por eso la Iglesia está unida para siempre a Jesucristo. No se la puede separar. ¿Quién nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo? Si yo estoy unido a Cristo, estoy sentado a la derecha del Padre, vivo en el seno del Padre, y estoy recibiendo el Espíritu Santo que el Padre entrega al Hijo. Y eso es el realismo de la vida cristiana. Y lo demás son historias. Por ejemplo, es más real que Cristo está junto a mí y dentro de mí que no que estamos unos al lado de los otros. Y estaremos más en comunión unos con otros en la medida que estemos más en comunión con Cristo.

Conviene contemplar con abundancia esta misericordia de Dios que consiste en que el Padre envía a su Hijo como víctima expiatoria por mis pecados para transformar la fealdad que ha dejado en mí el pecado en la belleza que viene de Dios para que vivamos por medio de Él. Y el que conoce este amor de Dios por un conocimiento que no es meramente intelectual, sino que es conocimiento que nace de amor, si cree en él, le transfigura y le transforma en el mismo amor de Dios.

Amada en el amado transformada.

¿Quién nos separará del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús? Nada ni nadie.


 

[1]           Cf. 2 Corintios 3, 12-18: 12 Teniendo, pues, esta esperanza, procedemos con toda franqueza, 13 y no como Moisés, que se ponía un velo sobre su rostro para impedir que los israelitas vieran el fin de lo que era pasajero...14 Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy permanece ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento, y no se levanta, pues sólo en Cristo desaparece. 15 Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. 16 Y cuando se convierta al Señor, caerá el velo. 17 Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. 18 Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu.