5ª Med. “Uno y cero igual a diez”.

(Sábado 1-abril-06). Meditación ante el Santísimo expuesto.

Antes de empezar con esta meditación un breve paréntesis. Sabéis que el Catecismo de la Iglesia está dividido en cuatro partes: la fe que creemos (Credo), la fe que celebramos (sacramentos), la fe que vivimos (mandamientos y bienaventuranzas) y la fe que nos lleva al diálogo con Dios (oración y Padrenuestro). Y cada parte viene precedida por un icono, una imagen que intenta sintetizar de lo que se tratará en cada parte.

Pues bien, en la segunda parte, la que habla de los sacramentos, el Catecismo de la Iglesia nos trae el icono de la hemorroisa[1], para que nos demos cuenta de que es el mismo Jesús el que se hace presente a nosotros por los sacramentos, como hizo con aquella hemorroísa que sufría pérdidas de sangre y se acercó por detrás a Jesús porque creía que con tan sólo tocarle la borla de su manto quedaría curada.

Ahora nosotros también a través de los sacramentos, vemos a Jesús, oímos a Jesús, tocamos a Jesús. Porque el amor de Dios es así.

Cristo por su muerte y resurrección sube a la derecha del Padre, e inaugura una nueva manera de hacerse presente en medio de los hombres. Y esa nueva manera nos llega a nosotros a través de los sacramentos.

Así que también nosotros podemos decir que hemos visto y escuchado a Jesús. Somos más dichosos que los apóstoles, que tocaron a Jesús en los días de su vida mortal, porque nosotros tocamos a Cristo resucitado, a Cristo glorioso. Fijaos si somos inmensamente dichosos. Así que si alguien os pregunta si habéis oído a Jesús o le habéis visto, decid que sí, porque escuchamos su Palabra y ahora le estamos viendo en su presencia eucarística.

Ahora pasemos a la meditación última de esta tarde.

Haremos un ejercicio de matemáticas muy sencillo. Para que veamos lo sencilla que es la vida cristiana.

Nosotros somos un cero. Pero movidos por nuestra soberbia, intentamos multiplicarnos y multiplicarnos. Pero un cero multiplicado por lo que sea, incluso por infinito, sigue dando cero. Nosotros no sumamos o restamos, que eso es muy sencillo, muy vulgar. Nosotros lo que queremos es multiplicar, multiplicarnos. Complicándonos la vida con esfuerzos por aquí y esfuerzos por allá. Y ¿qué sacamos? Cero patatero. Nada de nada.

En cambio, Dios es un uno. Porque es simplicísimo en su ser. No es complicado, y no multiplica. Es sencillo. Sólo suma. Pero ¡qué curioso! Si al cero se le añade el uno, tienes la unidad, el todo.

Pero, aún más: Dios pone el 1 delante del 0, porque camina delante de nosotros. ¿Y qué tenemos? Un 10. Eso es el cristiano: el chico 10. Y todo lo hace Él. Mis esfuerzos, ¿en qué han quedado? En nada. Y lo tengo todo, porque le tengo a Él.

La vida cristiana es fácil, sencilla, porque lo hace todo Él. Lo que pasa es que me he de dejar hacer. El hombre soberbio no se quiere rebajar a dejarse hacer.

Algunos ejemplos: ‘A mí la oración me cuesta…’ Pues porque estás intentando rezar con tus fuerzas. ¿No hemos celebrado la Eucaristía? Pues hemos entrado en la oración. ¿Qué es la oración? Es el diálogo amoroso entre el Padre y el Hijo en el que se dan el Espíritu Santo. Yo ahí no ‘entro’ si no me ‘entran’. Y la oración ya no me cuesta porque el Padre me ha dado al Hijo, y es Él quien ora en mí. A mí no me cuesta celebrar la Misa, porque lo hace todo Él. Ni a vosotros recibir a Cristo. ¿Pues por qué nos empeñamos en hacer complicadas las cosas?

Otro ejemplo: el Padrenuestro. ¿Es que nos lo hemos inventado nosotros? Es la oración del cristiano. Oración que nace del que es hijo de Dios. Es Cristo quien nos la da. El Hijo —que es el único que conoce al Padre se complace en darnos a conocer al Padre. Y no me cuesta rezar, porque si vivo unido a Jesucristo ya nada me cuesta. Si me separo de Él, me será imposible. ¿Y qué esfuerzo he hecho yo para rezar el Padrenuestro? Ninguno.

Y así con todo lo demás. La vida cristiana es sencilla, es suave. Dice Jesús: ‘Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón; mi yugo es suave y mi carga es ligera.’ Si el Señor lo dice, ¿por qué luego nosotros decimos que la vida cristiana no es suave ni ligera?

Jesús no dice: ‘Oye que esto va a ser un plomazo. Que te va a costar. Que te vas a deslomar.’ El que se ha deslomado es Él, que es el que ha llevado la Cruz. Es Él quien ha subido a la Cruz. Es Él quien lo hace. ¡Que manía de hacerlo nosotros! ¿Por qué no le dejamos a Él? Porque ha de morir el hombre viejo, y eso a nuestra soberbia y nuestro orgullo ya no le gusta. Hemos de hacernos como niños y dejarnos enseñar. El niño no sabe nada. Ese es el cristiano. El que no sabe nada, y se lo tiene que enseñar todo Jesús. Si Jesús nos dijera que para ser cristiano tienes que subir al Everest, tienes que aprender a hacer integrales, esto y lo otro. Pero no, lo hace Él. Dejémonos hacer por Él. Vayamos a Él. Si Él vive en nosotros, todo será fácil. El que está unido a Cristo pues es paciente, vive la caridad como la define san Pablo en 1Co 13. Y no me cuesta. ‘Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios.’

Tú te esfuerzas en mejorar un milímetro y no mejoras ni una micra. Porque te esfuerzas tú. En cambio Dios te lo da todo. ¿Quieres ser santo? Pues es muy sencillo. ¿Tú puedes ser santo con tus fuerzas? No, porque santo sólo es Dios. Pero si el Santo vive en ti, ya eres santo. San Pablo cuando escribía a los cristianos decía: ‘Os escribo a vosotros los santos de la comunidad de …’ Les llamaba santos porque el cristiano ha recibido una vida nueva. Porque el Santo vive dentro de nosotros. ¿No hemos comulgado esta mañana? Hemos recibido a Jesús. Y ¿qué es lo que he hecho yo? Nada. Si me esfuerzo en hacerlo yo perderé esa santidad que Dios me comunica. Que es como una semilla que quiere hacer crecer en mí. Es cuestión de que me deje hacer por él. La vida cristiana es suave, alegre, gozosa. No es una lata.

Hay una cosa que ofende más a Dios que nuestros propios pecados y es la falta de confianza en el amor omnipotente de Dios. Imaginaos un niño que hace una trastada muy gorda. Y su mamá en vez de castigarle le perdona y le dice que le quiere infinitamente, y para que veas lo mucho que te quiero, te doy además este pastel tan bueno. Y que el niño dijera: ‘no lo merezco, no me lo des, que he hecho una trastada muy gorda’. Pues eso es lo que hacemos con Dios. Le decimos que no valgo, que soy esto o lo otro. Estamos todo el día mirándonos al ombligo. ¡Que no! ¡Que le mires a Él! Es Él que te quiere dar un pastel: el pastel que es Él mismo. Cómelo y calla. Deja de mirarte a ti mismo y mírale a Él. Estamos tan centrados en nosotros mismos que no le miramos a Él. Y quien nos cambia es Él, no nosotros. Si Jesús ya lo sabe que somos una piltrafilla, y somos un desastre, y hacemos trastadas. Pero si lo sabe de sobras, ¿qué te piensas? Jesús ha cargado en la Cruz todos nuestros pecados, no hay ni uno solo que no lo haya llevado sobre Sí. Que somos muy feos no se lo tenemos que decir a Jesús. Claro que hemos de reconocer y confesar nuestros pecados, pero mirándole a Él. Porque la ofensa es que hacemos más omnipotente nuestra miseria que su amor.

Dios no se ha fijado en nosotros porque seamos buenos. A veces decimos que el Señor eligió a María porque era tan buena… No, no, si María también es un cero. Resulta un 10 porque Dios vive en ella y actúa en ella. Todo lo que es María es gracia de Dios: es la llena de gracia.

Lo mismo nosotros: dejémonos hacer por Dios. Dios te quiere santo: créetelo.

Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él (1 Jn 4, 16).

 


 

[1]              Lc 8, 43 y ss