7ª Med. “El árbol de la Vida”.

(Domingo, 2-abril-06)

Veíamos que la verdad más esencial de nuestra fe, la Iglesia nos la enseña de una manera tan sencilla como es trazando el signo de la Cruz, diciendo ‘en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’. Confesión de ese amor de Dios que se ha manifestado en la Cruz de Jesucristo. Dios que es comunión de amor de las Tres Divinas Personas, y Dios que nos ama, nos muestra que Él es amor a través de la Cruz de Jesucristo. Y si antes veíamos ese misterio de amor que es Dios mismo, la Tres Personas Divinas, ahora veamos el signo a través del cual Dios ha manifestado su amor: la Cruz. Por eso la Cruz no es un accidente en la vida del cristiano. No es una cosa accesoria. La Cruz es consubstancial a la vida del cristiano. Es el signo con el que Dios nos bendice. Así el sacerdote al final de la Misa bendice trazando el signo de la Cruz. Lo mismo al recibir la absolución. Nosotros muchas veces nos montamos unas historias respecto de la cruz, que no tienen nada que ver con lo que es. A nosotros la cruz nos parece una carga. Que es pesada, que es un rollo. Es algo molesto. Cuando Jesús dice: mi yugo es suave y mi carga es ligera. Y si lo dice Jesús, será que es verdad. La Cruz es el instrumento por el que el Padre glorifica al Hijo y el Hijo glorifica al Padre. Jesús desde su encarnación, corre hacia la Cruz. Jesús anhela, suspira, desea la Cruz, ama la Cruz[1]. Jesús abraza la Cruz porque se sabe amado por el Padre y quiere amar al Padre, corresponder al amor del Padre. Ese es el camino que el Padre, en su predilección, da al Hijo. Jesús no se encuentra la Cruz y la acepta porque es buen chico. Jesús busca la Cruz. Sale al encuentro de la Cruz. Él mismo dirá:

17 Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. 18 Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo (Jn 10)

Entrega libremente su vida para que el mundo conozca que ama al Padre. La Cruz es el signo por el que el Padre manifiesta y nos hace visible su predilección de amor por su Hijo. Por eso el Padre, como nos ama en su Hijo, nos quiere llevar a la Cruz. Porque ahí es donde Dios bendice. Ahí es donde se conoce la predilección del amor. La carta a los Hebreos pone en Cristo estas palabras:

Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad! (Hb 10)

Desde la encarnación Jesús corre hacia la Cruz. Toda la vida del cristiano está marcada por la Cruz. La pena es que no la veamos como es en verdad: como una bendición de Dios. El signo por el cual nos sabemos hijos amados de Dios.

Todos hemos recibido el Bautismo, que es una participación sacramental en el misterio de la Cruz de Jesucristo: en la muerte y en la resurrección de Jesucristo. Desde nuestro Bautismo, participamos sacramentalmente en el morir de Jesús y en el resucitar de Jesús. El morir al pecado para resucitar a la vida en Dios, para Dios, con Dios, en Dios. Ahí es donde estoy sumergido. Vivimos en la Cruz. Lo sepamos o no. Por eso todos los santos han visto en la Cruz la mano de Dios, el dedo de Dios. Y los santos se gozan en la Cruz. Como Jesús, que se goza en la Cruz porque ahí experimenta el amor del Padre. Eso no quiere decir que no haya sufrimiento. Precisamente el que más ama, es el que más sufre. Por eso Jesús que es el amante primero, es el sufriente primero. En la Cruz, los santos experimentan la comunión con las Personas Divinas, la comunión con Jesús amado[2]. Los Padres de la Iglesia llamaban a la Cruz el lecho nupcial donde el Esposo, que es Cristo, entrega su cuerpo a la Iglesia que es su esposa, con la que hace alianza. Por eso la Cruz es el lugar del desposorio. El lugar donde la amada es transformada en el Amado. Es el lugar donde se revela Dios. Donde recibimos el conocimiento amoroso de Dios. Por eso la Cruz nace de amor. No nace ni de mí, ni de mi esfuerzo. Más bien para mí la Cruz suele ser o un escándalo o un absurdo. Y muchas veces intentamos evitarla: a ver si no me toca. Porque amamos poco. Nos tiene el Señor que fortalecer. Nos tiene que engordar el Señor en amor. Así que hemos de dejarnos de dietas y de regímenes y engordar mucho y mucho en el amor de Dios.

Dice San Pablo:

23 nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; 24 mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. (1Co 1)

Porque la sabiduría de Dios es mas sabia que nuestra sabiduría que es necedad a los ojos de Dios. La debilidad de Dios que se manifiesta en la Cruz es más fuerte que todos nuestros esfuerzos. Por eso no es cuestión de plantearse: ‘¡Ahora voy a vivir la cruz!’. La vive Jesús por nosotros. Y en la medida que nos va dando el Espíritu Santo nos va ‘engordando’ para poder unirnos a Él. Y darnos esa participación misteriosa en el árbol de la Cruz, que es comunión con Él. Así que la Cruz no es horrorosa, no es una maldición, no es un lastre. Es todo lo contrario. La experiencia natural que todos tenemos nos ayuda a entenderlo. ¿Cómo sabe un niño que su madre le ama? Pues por lo mucho que ha sufrido por Él: las noches sin dormir, los desvelos. Así es como un niño experimenta que su madre le quiere. Una madre, por ejemplo, al hijo que más le ha hecho sufrir, suele ser al que más ama. Porque la capacidad de sufrimiento viene medida por la capacidad de amar. El que ama mucho, sufre mucho. El que ama poco, sufre poco. Por eso no nos gusta sufrir: estamos muy delgaditos en el amor de Dios. Y lo que hay que hacer es engordar: irnos al banquete que nos da Dios, que es la Eucaristía, los sacramentos, su Palabra, la oración… para engordarnos del Espíritu Santo y así podamos ser unidos a su Hijo crucificado, que es donde gustaremos la sustancia del amor de Dios.

La Cruz viene a ser el medio creado que expresa de modo más perfecto el ser increado de Dios. El Padre engendra eternamente a su Hijo, y el Hijo todo lo recibe del Padre, que es origen y seno del Hijo. El Hijo sólo procede del Padre. Y el Padre y el Hijo se dan el Espíritu Santo, ese aspirar eterno que es el amor entre ambos. Pues esta vida íntima que es Dios, la comunión de las Personas Divinas, Dios nos la ha dado a conocer de modo humano a través de la Cruz de Jesucristo. Por eso al decir ‘en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ trazamos la Cruz sobre nosotros. La Trinidad y la Cruz no se pueden separar. Dios que es amor, nos ha manifestado su amor en la Cruz de Jesucristo. Y fijaos en la Cruz, Jesús se queda desnudo, porque el Hijo sólo posee al Padre. La riqueza, el gozo del Hijo es el Padre, de quien sólo procede. Y el Hijo, en la Cruz expira, es decir exhala su aliento que es el Espíritu Santo. Lo que el Hijo vive eternamente en la comunión del Padre, porque el Padre y el Hijo se dan el Espíritu Santo, pues el Hijo hecho hombre humanamente expira y nos muestra que Él está siempre vuelto hacia el Padre devolviendo el Espíritu Santo que recibe del Padre. Pero al hacerlo humanamente, no sólo lo devuelve al Padre, sino que nos lo da a nosotros para unirnos a Él e introducirnos en esa corriente de amor que es la Trinidad.

Nos quedamos con una imagen muy sencilla. Hemos dicho que vivimos en Dios, que vivimos en la Trinidad, que no hay ninguna realidad humana que no esté llena de la presencia de las Personas Divinas, de Dios que es amor. Estamos en el jardín de Dios, y en ese jardín hay un árbol que ya no es el árbol de Adán, sino el árbol de Cristo, que es el árbol de la vida: la Cruz, donde está Cristo crucificado. ¿Y cómo nos quedamos? Pues gozándonos, como el niño que está en el jardín, gozando del jardín que el Padre nos regala. Ese árbol del que florecen los frutos santos: el Espíritu Santo. Y lo que hacemos es alimentarnos de ese árbol. Eso es lo que vamos a hacer en la Eucaristía, no en imagen sino en realidad. El altar es el árbol de la Cruz donde se nos entrega, donde se nos da Jesús. Y donde se nos da su fruto maduro que es el Espíritu Santo que nos diviniza, nos hace santos, que nos introduce en la comunión con Él, gracias a la Cruz.


 

[1]           En la película La Pasión de Mel Gibson cuando sacan a Jesús y le presentan la Cruz, Jesús cae de rodillas y abraza la Cruz con amor, con ternura. Y uno de los ladrones le dice que porqué abraza la Cruz.

[2]              Como el padre Ginés que siempre repite: ‘La cruz, un gozo, un gozo.’ Y lo ves feliz y contento, y está bien crucificadito, porque está unido al Señor.