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El triple filtro de SócratesEn la antigua Grecia, Sócrates fue famoso por su sabiduría y por el gran respeto que profesaba a todos. Un día un conocido se encontró con el gran filósofo y le dijo: – ¿Sabes lo que escuché acerca de tu amigo? – Espera un minuto –replicó Sócrates–. Antes de decirme nada quisiera que pasaras un pequeño examen. Yo lo llamo el examen del triple filtro. – ¿Triple filtro? – Correcto –continuó Sócrates–. Antes de que me hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea filtrar tres veces lo que vas a decir. Es por eso que lo llamo el examen del triple filtro. El primer filtro es la verdad. ¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto? – No –dijo el hombre–, realmente solo escuché sobre eso y... – Bien –dijo Sócrates–. Entonces realmente no sabes si es cierto o no. Ahora permíteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la bondad: ¿Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo? – No, por el contrario... – Entonces, deseas decirme algo malo sobre él, pero no estás seguro de que sea cierto. Pero podría querer escucharlo porque queda un filtro el filtro de la utilidad: ¿Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo? – No, la verdad que no. – Bien –concluyó Sócrates–, si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno, e incluso no es útil ¿para qué querría saberlo? Sobre el origen de los prejuiciosUn grupo de científicos
encerró a cinco monos en una jaula, en cuyo centro colocaron una escalera y,
sobre ella, un montón de plátanos. Para la vejezRecibido de Manuel La señora Pepita, bien equilibrada y orgullosa de sus 92 años de edad estaba completamente lista como cada mañana a las 8 en punto, con su cabello bien peinado y un maquillaje perfectamente aplicado pese a ser casi ciega dispuesta a mudarse hoy a un asilo de ancianos. El que había sido su marido durante 70 años, había muerto , lo que hacía necesario su traslado. Después de muchas horas de esperar pacientemente en la recepción del asilo de ancianos, ella sonrió dulcemente cuando le comunicaron que su habitación ya estaba lista. Mientras ella maniobraba su andador al ascensor, yo le daba una una descripción detallada de su pequeño cuarto, incluyendo las sábanas y cortinas que habían sido colgadas en su ventana. "Me encantan", dijo ella con el entusiasmo de un chiquillo de 8 años al que acaban de mostrar un nuevo cachorro. "Sra. Pepita, usted aún no ha visto el cuarto..... espere" "Eso no tiene nada que ver", dijo ella. "La felicidad es algo que uno decide con anticipación. El hecho de que me guste mi cuarto o no me guste, no depende de cómo esté arreglado el lugar, depende de cómo yo arregle mi mente. Ya había decidido de antemano que me encantaría". "Es una decisión que tomo cada mañana al levantarme". "Estas son mis posibilidades: puedo pasarme el día en cama enumerando las dificultades que tengo con las partes de mi cuerpo que ya no funcionan o puedo levantarme de la cama y agradecer por las que sí funcionan. Cada día es un regalo, y por el tiempo que mis ojos se abran me centraré en el nuevo día y en las memorias felices que he guardado en mi mente.....sólo por este momento en mi vida. La vejez es como una cuenta bancaria...uno extrae de lo que había depositado ya en ella". "Entonces, mi consejo para ti sería que deposites gran cantidad de felicidad en la cuenta bancaria de tus recuerdos". Gracias por lo que has hecho para llenar mi banco de memorias. Recuerda estas simples 5 reglas para ser feliz : 1. Libera tu corazón de odio. 2. Libera tu mente de preocupaciones. 3. Vive humildemente. 4. Dá más. 5. Espera menos. El mendigo que confesó a Juan Pablo IIHace unos días, en el programa de televisión de la Madre Angélica en Estados Unidos (EWTN), relataron un episodio poco conocido de la vida Juan Pablo II. Un sacerdote norteamericano de la diócesis de Nueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta de que conocía a aquel hombre. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles. El cura, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Quedó profundamente estremecido. Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa al que podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno sintió el impulso de arrodillarse ante el santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa. Un día después recibió la invitación del Vaticano para cenar con el Papa, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse. El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, les respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: “una vez sacerdote, sacerdote siempre”. “Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero”, insistió el mendigo. “Yo soy el obispo de Roma, me puedo encargar de eso”, dijo el Papa. El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.(Madre Angélica en Estados Unidos [EWTN], mayo 2001) |